jueves, 28 de octubre de 2010

Continente

A partir de cierto momento de la vida, la muerte de una persona con la que uno ha tenido alguna relación, lo mata un poco también a uno. Una parte del propio ser muere junto con el muerto.

Creo que por primera vez sentí esto cuando murió mi padre. De a poco, otras ausencias definitivas fueron mordiendo mi espíritu, como ahora.

Mis hijos no van a recordar a Néstor Kirchner, son demasiado chicos, como tampoco van a recordar a mi viejo, porque nacieron después de su muerte. El recuerdo de esas voces, de esos rostros, y de algunos otros no puedo transferírselos: morirán conmigo. Por esa razón, yo también he muerto un poco ayer.

Hoy, mientras manejaba por la ciudad, no se por qué recordé estas palabras de John Donne, que por primera vez leí de chico, escritas por mi viejo en el margen de un libro de inglés de su escuela secundaria (el Nacional de La Plata):

Ningún hombre es en sí equiparable a una isla, todo hombre es un pedazo del Continente, una parte de Tierra Firme; si el Mar llevara lejos un terrón, Europa perdería como si fuera un Promontorio... Como si se llevaran una Casa Solariega de tus amigos o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la Humanidad. Por eso no quieras saber nunca por quién doblan las campanas: ¡Están doblando por ti...!